
Quién no ha escuchado Bittersweet symphony, himno publicado por The Verve en 1997 y que ha retumbado en bares y estadios hasta superar los 500 millones de reproducciones en Spotify. Pocas bandas tienen el lujo de incrustar una canción como esa en la memoria colectiva. Pero más allá de este golpe de gracia, plagio controvertido de idas y venidas judiciales con la discográfica de los Rolling Stones y en cuyos créditos figuran los nombres de Mick Yagger y Keith Richards, la historia de The Verve relata los inicios ásperos en el mundo de la música de una banda que dejó huella en la ya de por sí exitosa cosecha de los 90. El primero de estos trabajos, A storm in heaven, es una plástica sinfonía de una banda que aún se debatía entre la neo psicodelia y el rock alternativo noventero. Su segundo LP, A northern soul, confirmó las expectativas situando la banda en las portadas mundiales. En definitiva, un elocuente inicio para una banda que estaba llamada a incrustarse en la memoria.
El nombre de Richard Ashcroft está íntimamente asociado a ese recuerdo, quizás una sombra excesivamente alargada para la iconografía que acompaña a la banda. Y no hay duda que Ashcroft, joven fino de facciones potentes, es carne de idolatría adolescente noventera. Pero más allá de este perfil, Ashcroft representa un frontman de timbre inolvidable y presencia rotunda. En sus declaraciones siempre se percibe un poso filosófico, espiritual. Su biografía lo legitima, de niño su padrastro (se dice que perteneciente a los rosacruces) ya le introdujo en ritos espirituales que, según confesó, le ayudaron en su proceso creativo. Ya de adulto, confirmó esta sensibilidad estudiando la carrera de filosofía que tuvo que abandonar por el éxito del grupo. Sumado a estos trazos biográficos, también se puede argumentar a su favor que es un tipo al que merece la pena leer entrevistas y que es uno de esos cantantes de fama dislocada que fueron capaces de triunfar sin la banda que los aupó. Todo esto muestra que la frivolidad que acompaña al cantante britpopero deslenguado puede estar justificada, pero no ser del todo justa.
Nick McCabe comparte con Ashcroft la cualidad de albergar un talento más extenso de lo que parece. De personalidad tímida, dicen que insegura incluso para subirse a un escenario, no parece un tipo muy preocupado por la industria. En alguna entrevista ha reconocido disfrutar de ser un outsider, de ver la vanguardia musical desde la barrera mientras mezcla música electrónica, su gran pasión, de forma casi anónima y sin apenas remuneración (le quedará algún royalty). Su fama la llevará escrita por ser el guitarrista de The Verve, de eso no hay duda. Pero quizás no por ser un virtuoso, sino por su capacidad para abrir la mira y contribuir a un lenguaje guitarrero de texturas inmersivas, incluso elegantes, y que supo dominar la frecuencia que golpea, al mismo tiempo, sensibilidad pop y petardazo del rock. En estas dos figuras llenas de matices, antagónicas y condenadas a entenderse a partes iguales, es donde se produjo la chispa de los inicios de The Verve, pero también la de su disolución inmediatamente posterior.
Los primeros The Verve son unos chavales de la universidad ensayando toda la noche en un local, “frío y húmedo” según sus palabras, en los Splash Studios de Wigan y que buenamente pagaban con subsidios de desempleo. Bajo este gélido anonimato eran capaces de pasarse horas sin descanso improvisando tan solo por el placer de hacer música. Este particular periodo de incubación (o hibernación, según se mire) construyó el carácter particular de The Verve, un grupo sostenido sobre la improvisación y el discurrir creativo fruto de la particular visión creativa de Ashcroft, a la postre líder insustituible.
En su primer EP homónimo, compuesto por cinco canciones etéreas que son un producto entendible de estas sesiones de improvisación, se intuyen las claves que en 1993 darían a la banda su primer bombazo: A storm in heaven. En su álbum debut, The Verve muestra una habilidad prodigiosa para que su discurso musical atmosférico procedente de las prolongadas sesiones de improvisación se ponga al servicio del resto de instrumentos, haciendo que brillen. A lo largo del repertorio de A storm in heaven se suceden, como si de una bisagra entre dos mundos se tratase, temas que se sitúan de una forma confusa, y a la vez espontánea, entre lo mejor de la nueva psicodelia noventera y lo mejor del incipiente pop-rock británico.
Este primer impulso lleva en volandas al grupo a la grabación de su segundo LP, A northern soul, publicado dos años años más tarde. Es en las sesiones de grabación cuando la dinámica creativa del grupo llega a un punto de agotamiento. Aislados en el estudio y abusando del éxtasis, buenas canciones iban grabándose al mismo tiempo que se quemaba la relación entre ellos. Con el paso de los años, los integrantes de aquella época describen el ambiente de grabación de su segundo álbum como una intensa pesadilla creativa. Un proceso tóxico que pasaría factura a todos, especialmente a la relación entre Ashcroft y McCabe.
Tras la publicación vino la gira y estos problemas se dispararon al exterior. Después de varios sucesos vino el que sería el punto de no retorno para la banda con la hospitalización de Ashcroft por una “deshidratación severa” tras un concierto. En ese eufemismo está la trampa y famosa es la imagen de Ashcroft tumbado y con el gotero en el brazo. Tres meses después, Ashcroft salió de la banda y selló la primera de sus separaciones. En su primer epitafio The Verve habían escrito dos de los mejores discos de la década.
Años más tarde lamerían las heridas y se reunirían de nuevo para firmar Urban Hymns, el monumento a su periodo creativo más maduro y sin duda el más valorado. Pero nada de eso hubiera ocurrido sin las frías diversiones en el local de improvisación, sin el exceso juvenil, y sin la inteligente unión entre el carácter de Ashcroft y McCabe.