Desolation Center: el verdadero sonido del desierto

El desierto es un cliché en sí mismo. Es soledad y es emancipación. Es visto, en su inmensidad, como una vía de escape para aquellos que quieren dejar el bullicio de la ciudad y adentrarse en un supuesto estado de introspección y espiritualidad, anhelo típico del urbanita de clase media, del objetivo promedio de los anuncios de coches, de los festivales masivos y de ese tipo de experiencias liberadoras por las que (sorpresa) hay que pagar una buena pasta. Desolation Center (2018, Stuart Swezey) es un documental que gravita sobre un desierto, el de Mojave, que acogió unos conciertos que con el paso de los años han alcanzado la categoría de leyenda en el inconsciente de muchos: en el de los que lo vivieron en sus carnes y en el de aquellos mitólogos de la cultura popular que, ya sea por imposibilidad material, territorial o la propia de la edad, simplemente podemos imaginarlos.

Desolation Center fue un colectivo surgido a principios de los 80 en Los Ángeles que promovió la contracultura en un entorno aparentemente poco propicio. Sin embargo, tras la cinemática imagen de la glamourosa L.A, la de Sunset Boulevard y sus palmeras, los neones y los atardeceres infinitos, bullía una cultura radical en la que el Hardcore, el Postpunk, el arte performático o la música experimental contaban con un público variopinto, mezclado y fiel. En ese ambiente, Desolation Center y Stuart Swezey, director del documental que nos ocupa y, al menos por lo que vemos en el mismo, la cabeza más visible del colectivo, se liaron la manta a la cabeza para promover eventos que se salieran de la norma en lugares que hicieran lo propio. Y en aquellos momentos el desierto no era el lugar común en el que parece haberse convertido ahora, sino más bien el patio trasero de esa titilante y excesiva ciudad.

Mojave Exodus (o cómo escapar de la represión en autobús)

Durante los primeros ochenta, el sur de California era famoso por, entre otras cosas, una escena Hardcore potente y salvaje. Grupos como TSOL, Circle Jerks o por supuesto Black Flag reunían en sus conciertos a decenas de chicos acelerados que a su vez atraían las suspicaces miradas de, cómo no, las fuerzas de seguridad, siempre dispuestas a arruinar la diversión a golpe de porra. Las políticas de Ley y Orden propias del reaganismo de la época y la tradicional brutalidad de la policía angelina (¿Alguien ha mentado a Rodney King?) eran el campo de cultivo perfecto para la represión. “Aquí en Los Ángeles el punk rock era algo controvertido y aterrador para la mayoría de la gente de mediana edad”, afirma Swezey. Cansados del acoso y la incomprensión, Desolation Center hicieron de la necesidad virtud y se echaron al desierto.

En abril del 1983, tras elegir una localización propicia -el cauce seco de un río en medio de la nada- y un nombre para el evento –Mojave Exodus-, el grupo alquiló unos autobuses escolares y se adentró en el desierto, donde apenas unas decenas de personas asistieron a los conciertos de Minutemen y Savage Republic. Fue todo bastante precario: se tuvieron que disponer los autobuses de tal manera que el abundante viento no diera de lleno a artistas y público e incluso unos calcetines hicieron de improvisados cubremicrófonos para que la arena no distorsionara el sonido. “Teníamos arena hasta en los dientes. Yo toqué con los ojos cerrrados. Es un milagro que esos conciertos salieran adelante”, contaba Mike Watt de Minutemen. A pesar de todo, la semilla estaba ya plantada. En los siguientes dos años Desolation Center organizaría algunos de los eventos más recordados del underground angelino.

Desolation center: Minutemen en Mojave Exodus
Minutemen en Mojave Exodus

Segunda edición: destrucción y tribalismo industrial

Tras la toma de contacto que supuso ese primer Mojave Exodus, las expectativas y ambiciones del colectivo crecieron de cara a la segunda edición. Consiguieron movilizar a los alemanes Einstürzende Neubauten, verdadera vanguardia de la experimentación industrial, y a Survival Research Laboratories, pioneros en el arte performático (también) industrial. La ingenuidad de la primera edición dio paso a un arte extremo y violento, trasladando el estruendo paranoide propio de la fábrica y la gran ciudad al desierto.

Survival Research Laboratories (SRL) son una oda a la destrucción. Desde su fundación en 1977 con Mark Pauline a la cabeza, se han dedicado a crear extraños engendros robóticos con la única misión de generar ruido y violencia. Además de sus extrañas criaturas metálicas escupefuego, Pauline y sus compañeros llevaron a Mojave cuantioso armamento con el que pretendían, entre otras cosas, derribar uno de los promontorios que circundaban el festival, ante el estupor y el horror de aquellos que solo querían, en fin, drogarse y asistir a conciertos. SRL son los herederos hipertrofiados de Hunter S. Thompson y William Burroughs; su arte se basa en una pulsión destructiva por la que están dispuestos a arriesgar incluso su integridad física (el propio Pauline perdió varios dedos en 1982). Hay algo profundamente estadounidense en SRL.

Desolation Center: Einstürzende Neubauten
Einstürzende Neubauten

Por su parte, Einstürzende Neubauten representaban otra cara de lo industrial. En aquella época parecían salidos de una película de ciencia ficción; una en la que un reducidísimo grupo de supervivientes a un holocausto nuclear habría conseguido a duras penas sobrevivir en el desierto, retornando inconscientemente en el proceso a los mitos y creencias propios de nuestros ancestros precivilizatorios. Los alemanes trasladaron su sonido urbano, tribal y futurista a un nuevo nivel en el que, no tan sorprendentemente, nos retrotraen a momentos distantes en el pasado. En el documental los asistentes no dudan en describir su concierto en Mojave como un punto de inflexión en sus vidas, algunos incluso como una experiencia religiosa. En un momento del show N. U. Unruh, uno de los componentes del grupo, al no encontrar unas varas metálicas que utilizaba para golpear alguno de los cachivaches metálicos que solía maltratar, decide coger dos piedras para percutir con ellas; imagen en la que creo ver un buen ejemplo de la unión entre esa humanidad metálica y postindustrial y la mitológica.

Perenne influencia

Los eventos siguieron sucediéndose. Swezey y compañía alquilaron un barco en el puerto de San Andrés en el que actuaron Meat Puppets y Minutemen, y poco después se celebró un tercer festival en el desierto, The Gila Monster Jamboree, que pondría punto y final a esta serie de festivales en Mojave. El cartel contó con Sonic Youth, Meat Puppets y Red Kross, y fue un homenaje, no sé si involuntario, a los grandes festivales psicodélicos de los 60. La razón es simple: todo el mundo iba voladísimo de LSD. Los grupos se imbuyeron de ese espíritu y los vídeos caseros, del que el film está muy bien surtido, atestiguan lo intenso y salvaje de esos conciertos.

Los testimonios de los asistentes coinciden en señalar la gran influencia que tuvieron estas experiencias en sus vidas. Uno de ellos era un jovencísimo Perry Farrel, el más tarde cantante de Jane’s Addiction, que incluso participó activamente en The Gila Monster Jamboree con su banda de aquel entonces, Psi-Com. Ese influjo le llevaría a organizar años más tarde Lollapalooza, epítome de la pujante escena alternativa de principios de los 90 en un primer momento, circo de variedades más tarde, y ejemplo de que se puede hacer (mucho) dinero con lo que supuestamente está al margen de los cauces comerciales. O de que los márgenes se pueden transformar temporalmente en vértice de la industria, si se prefiere.

Sonic Youth durante su actuación en The Gila Monster Jamboree

Es curioso ver cómo el equipo de marketing/comunicación encargado de promocionar el documental insiste en relacionarlo con el origen de festivales masivos tales como Burning Man, Coachella y demás monumentos a la frivolidad y al mal gusto. Tal vez sea necesario para hacer un hueco al film en los diferentes medios de comunicación -no vamos a glosar ahora el gusto de los medios digitales por el click fácil-, pero reducir los eventos que organizó Desolation Center a simple precedente de estos mastodontes del mainstream es algo que me tomaría como un insulto si hubiese formado parte del colectivo.

En cualquier caso, el protagonismo de esos megafestivales en el documental es residual, limitándose a la aparición de algún gerifalte que asegura que Swezey y compañía supusieron una gran inspiración para ellos. Pues vale. El propio Swezey se desmarca. “Lo nuestro eran operaciones sin casi presupuesto hechas con el solo propósito de crear una nueva manera de experimentar la música”, declara a New Noise Magazine, aunque matiza posteriormente: “diría que las conexiones con Coachella responden al hecho de que nosotros y el promotor de Coachella proveníamos de la escena hardcore/punk y postpunk de LA”. Dos formas bien diferentes de entender la música: la eterna contraposición entre negocio y arte.

Tras la celebración de The Gila Monster Jamboree, Swezey sentía que su misión como promotor había llegado a su fin. “Después de haber tenido a Sonic Youth, Meat Puppets y Red Kross tocando ahí fuera en el desierto bajo la luna llena, simplemente dejé de tener la ambición de seguir haciéndolo”, explica. Antes de dejarlo definitivamente organizaría un último concierto el 21 de diciembre de 1985, ya en Los Ángeles, con un cartel formado por Swans, Sonic Youth y Saccharine Trust (casi nada). Ese mismo día D. Boon, el carismático cantante y guitarrista de Minutemen, se dirigía a Arizona por la Interestatal 10 cuando su furgoneta se salió de la carretera. Boon, que no llevaba puesto el cinturón de seguridad, murió en el acto con tan solo 27 años debido a una fractura en el cuello. Mientras, ajenos al accidente, Swans descargaban su ira industrial. La funesta noticia no tardaría en llegar a L.A, y con ella, el final de Desolation Center.

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